“Dessinunt odisse qui dessinunt ignorare”, es decir, dejan de odiar quienes dejan de ignorar. La frase se atribuye a Tertuliano (siglo II) y viene al pelo hoy. La ignorancia es muy compatible con el poder ejecutivo en cualquier ámbito (político, empresarial o institucional) y nivel de jerarquía (presidencia, dirección general o todo tipo de rango inferior).
Salta a la vista y al oído que 19 centurias después todos los innegables avances de la humanidad no han restado actualidad a esta sentencia. Nos ha llegado en latín y conviene traducirla al español y al idioma que para muchos es el único que conocen o reconocen como influyente: “Those who stop ignoring stop hating”. Saber inglés puede que sirva para estar a la última, pero saber latín seguro que ayuda a no dejar de estar a la primera.
La ignorancia explica en parte el odio y también algunos derivados como el desprecio al lenguaje y el menosprecio de la comunicación. Conocer el origen etimológico de las palabras añade un plus de compromiso con la verdad y de aceptación de la realidad.
Armonizar el origen de las palabras con la realidad que describen
A vuela tecla, cabe esbozar una pequeña muestra del origen léxico de vocablos al que sería deseable que remitieran las realidades a las que se refieren. Sin la rigurosidad de un latinista, sugiero estas píldoras inspiradoras traducidas grosso modo.
Administración o administrar, de ad-ministrare (para servir), vendría a ser todo lo referido al servicio. Por su origen etimológico, ministro o administrador significan servidor. Qué decir de un Consejo de ministros o de Administración. Sería deseable que muchos que ostentan esos puestos reaccionaran, motu proprio, y combatieran el statu quo.
Autoridad, de auctoritas, procede del verbo augere (enriquecer). Por extensión, tener autoridad se vincularía con esa capacidad de engrandecer o enriquecer. Es conocido el ancestral dúo romano de autoridad-potestad, del que abunda la experiencia de líderes hoy tan adornados con el poder (potestas) como ayunos de autoridad.
Cardinal, de cardo-cardinis (bisagra, quicio), remite a los puntos cardinales, los que sustentan la orientación geográfica: norte, sur, este y oeste. De modo equivalente, las clásicas virtudes cardinales se configuran como fundamento moral del comportamiento humano: prudencia, justicia, fortaleza y moderación (o templanza). Por eso, perder el norte convierte en desquiciadas —sin quicio— a personas y organizaciones. Carecer de uno o varios de esos cuatro pilares produce cojera ética y estrangula la plenitud humana.
Inteligencia no rima con artificial, sino con humanidad
Inteligencia, de intus-legere (leer dentro), es la capacidad de penetrar en dimensiones profundas de la realidad, sin conformarse con lo superficial. Dos consecuencias de primera magnitud: primero, leer para saber; y después, pensar para relacionar con tino todo lo relevante. La inteligencia clarifica la mente para la acción porque permite discernir lo importante y priorizarlo y, como consecuencia, rebajar lo secundario al puesto que en justicia le corresponde. Por todo ello y por mucho más, inteligencia no rima con artificial, sino con humanidad.
Humildad, de humus (tierra fértil), es la cualidad de la persona con los pies en la tierra. No camina en la imaginación ni en la mera percepción, sino consciente de que la realidad es poliédrica, con luces y sombras. Con ambas lo inteligente es hacer tres cosas: conocerlas, asumirlas y gestionarlas. No solo las luces ni solo las sombras. Esta gestión es imposible sin apertura mental. Reconciliarse con la realidad es el primer paso para cambiarla.
Prudencia, de procul (lejos) videre (ver), es la virtud cardinal de quien prevé lo previsible y se orienta con acierto al actuar. En unos casos lo prudente es hablar, en otros callar. Unas veces la prudencia ilumina para la fortaleza de acometer y otras para la fortaleza de resistir. El criterio prudencial es básico en cualquier dimensión de la acción directiva, incluida la comunicación que cultiva el hábito de escuchar y lo armoniza con el criterio de hablar a tiempo y lo justo.
Perdonar, de per-donare, consta de un prefijo que refuerza la acción del verbo, que significa dar algo valioso. De ahí vienen donar, donación y, por extensión, don y regalo. En el sentido más profundo, perdonar brinda la opción de comenzar de nuevo. Y alegra mucho experimentar que el perdón no cambia el pasado, pero sí el futuro. Perdonar y ser perdonado inyecta liberación.
Recordar, de cor-cordis (corazón), podría traducirse como volver a pasar por el corazón. Este origen sugiere la conveniencia de filtrar bien para atesorar en la memoria lo digno de recordarse y, al mismo tiempo, liberar memoria con lo perfectamente olvidable. Bien hecha esta selección de qué sí y qué no, recordar se torna muy saludable. Otra dimensión ejecutiva de este verbo consiste en dos pasos: 1) no dejar nunca de aprender y 2) alcanzada cierta madurez, más que aprender nuevos conocimientos, compensa recordar lo importante ya aprendido.
Un saludo muy cordial, stricto sensu
Por Enrique Sueiro, asesor de comunicación directiva y autor de ‘Mentiras creíbles y verdades exageradas: 500 años de Leyenda Negra’ www.enriquesueiro.com