Comunicar es también gestionar el silencio. Este criterio de prudencia elemental conlleva un impacto positivo, aún mayor, en entornos de ruido por exceso de mensajes. Cuantos más hablan, menos opciones de que los escuchen. Algo similar ocurre cuando el hablante es solo uno y goza de prevalencia –incluso monopolio– frente a audiencias cautivas, como ocurre en toda dictadura y en muchas democracias. El derecho a hablar no automatiza el deseo ajeno de escuchar. La incontinencia verbal aumenta las opciones de equivocarse y reduce la atención de supuestos oyentes.
Un tropiezo hablando se agrava si el asunto es complejo y/o delicado. Cuanto más relevante es un tema, más reflexión previa requiere pronunciarse. Sobran ejemplos en la arena política y también en la empresarial. A esto se añade una esclavitud actual y creciente en sociedades supuestamente avanzadas: la tiranía de la velocidad. En los casos más patológicos la razonable agilidad muere atropellada por la vorágine de la inmediatez. Bien pensado, casi nada sustancialmente importante requiere una respuesta instantánea.
Callar hasta tener una visión más amplia y prever el efecto de las palabras
Dos pautas tan sencillas como enjundiosas guían para discernir si se debe hablar o no; y en caso afirmativo, cómo: 1) Callar, no para siempre, solo hasta tener una visión más amplia y ser consciente del efecto de las palabras y 2) No toda verdad debe contarse a todo el mundo.
Un buen desarrollo argumental de esta brújula orientadora puede leerse en el artículo de Patti Davis en The New York Times. La hija del presidente Ronald Reagan aborda este fenómeno a propósito de la reciente publicación del libro del príncipe Harry sobre su padre, Carlos III de Inglaterra. Salvando las distancias de ámbitos y personajes, existen paralelismos con resentimientos personales que trascienden a la esfera pública, ya sea en un equipo directivo, entre socios o entre una cantante y un futbolista.
A escala más modesta, estos patrones de comportamiento humano –nada originales en la historia– se reproducen cotidianamente en cualquier organización. De ahí la importancia de líderes con formación antropológica y habilidades de comunicación para observar en silencio antes de tomar decisiones y compartirlas con los afectados.
Silencio rima con humildad
Liderar en modo silente no está al alcance de cualquiera, pero su práctica reporta grandes ventajas, empezando por el propio líder. Extensa es la serie de beneficios del silencio en el liderazgo. Por una parte, facilita la serenidad emocional y la claridad mental, ejes clave en la vida de cualquier organización. Por otra, silencio rima con humildad, cualidad genuinamente humana y refuerzo de autoridad. Además, el silencio ayuda a percibir patologías organizativas ocultas por el ruido; y en silencio es más fácil recordar, verbo decisivo cuando no se trata tanto de aprender más como de recordar lo verdaderamente importante ya sabido. Por no alargar la lista de beneficios, el silencio es condición de escucha cualitativa, habilidad deseable en puestos directivos.
No es casual que, en el primer Libro de los Reyes del Antiguo Testamento, cuando Dios pregunta al monarca qué don quiere recibir para conducir a Israel, el rey Salomón (siglo X a. C.) pida sabiduría y un corazón prudente que sepa escuchar. Este personaje bíblico bien podría haber escrito The Future of Leadership, especialmente los capítulos referidos a los criterios para gestionar entornos de incertidumbre.
Otro precedente multisecular de gran vigencia hoy es lo que escribía el sirio Ignacio de Antioquía en el siglo I a propósito de la locuacidad: “Mejor es mantenerse en silencio y ser, que decir y no ser”. Buen lema para combinar excelencia y autenticidad.
Decir poco, bueno y en voz baja
Todos conocemos directivos de grandes compañías o de modestas pymes tan parcos en palabras como fecundos en hechos. Apenas hablan y, cuando lo hacen, suele ser para refrendar verbalmente lo que ya se conocía de facto. Aunque algunos silencios muestran falta de comunicación, otros revelan alta conexión, hasta hacer surgir lo mejor dentro de la persona. Por ejemplo, esas conversaciones en las que el silencio de un líder-brújula consigue en pocos minutos que su interlocutor cuente algo relevante sin necesidad de preguntar por ello. El proceso que lidera quien empieza escuchando culmina con la petición que recibe para hablar. Justo al revés de lo que ocurre cuando quien empieza hablando (de más) consigue que le pidan (a gritos silenciosos) callarse.
Algunas acciones, además, inyectan mensajes que van más allá y más al fondo de una decisión, como dimitir. Es un acto de inteligencia, prudencia y humildad. Tres casos de dimisión muy distintos y distantes, con sus respectivas peculiaridades de contexto: el emperador Carlos V (1556), el papa Benedicto XVI (2013) y la primera ministra neozelandesa, Jacinta Ardern (2023).
La declaración de la dirigente laborista –asumiendo que es sincera– ilustra bien lo que probablemente sintieron otros líderes en circunstancias equiparables: “Soy humana, los políticos somos humanos. Lo damos todo, todo el tiempo que podemos. Y entonces llega la hora. Para mí, ha llegado la hora”. No es fácil reconocer y menos aún expresar que “ya no tengo suficiente energía para desarrollar el cargo como es debido”.
Además de gestionar el silencio, comunicar es también hablar. Lo más entrañablemente humano y efectivo es decir poco, bueno y en voz baja. Si es poco, se recuerda fácilmente. Si es bueno, mejora la vida de todos. Y la voz baja resulta más sostenible y respetuosa con las personas.
Por Enrique Sueiro, asesor de comunicación directiva y autor de ‘Mentiras creíbles y verdades exageradas: 500 años de Leyenda Negra’