Es una de las frases míticas preferidas por los guionistas cinematográficos para poner en boca de matones mafiosos, justo cuando acaban de descerrajar los dos tiros de gracia a la víctima de turno; “No es nada personal, solo son negocios…”, repiten los sicarios como para disculparse mientras el cañón del revólver todavía echa humo y el desgraciado se desangra en salsa de tomate. Y si bien es cierto que ha sido la ficción cinematográfica – todos recordamos al actor Al Pacino, interpretando a Don Corleone en la oscarizada película, El Padrino II (1975)- la que popularizó la frase en cuestión, la equívoca idea de fondo que la sustenta, la prioridad de los negocios frente a las personas, no tiene nada de imaginario. En absoluto. De hecho, a pesar de la falsedad que entraña, es una de las leyendas más arraigadas entre todo tipo de empresas. También en nuestro país.
No es ninguna exageración sostener que las empresas que no mantienen un prudente balance entre la dedicación a las personas y a las cifras y se centran única y exclusivamente en los resultados de negocio obviando el esfuerzo de las personas que los hacen posibles, son organizaciones “desequilibradas” que tarde o temprano padecerán las consecuencias negativas de este inadmisible e inexcusable olvido. La conocida como “gran renuncia” es solo un aperitivo de lo que puede estar por llegar.
Y es que ya no vale aquella manida cantinela que argumentan machaconamente algunos propietarios o gerentes; “para que me voy a preocupar por ellos si a la mínima me dejarán y se irán con la competencia”. No. Esa incierta – y legítima – posibilidad no puede justificar en ningún caso el menospreciar o descuidar a las personas que contribuyen a tu propio éxito, como persona y como empresa. Es una cuestión de principios. Y de reciprocidad.
Nunca será suficiente insistir en que, sea cual sea la posición que ocupemos en el organigrama, las personas, todas las personas, necesitamos sentirnos valiosas e importantes. Y la fuerza de esta idea es tal, que todo aquello que vaya en sentido contrario y traslade una imagen distorsionada y devaluada de la contribución de las personas al éxito organizacional, chocará frontalmente, por incompatible, con el paradigma humanista en auge, aquél modelo que por fin pone a las personas en el lugar que merecen, en el centro de la organización, y promueve la idea del valor insustituible del factor humano sobre el que asentar el auténtico liderazgo ético.
Al hilo de ello, si en nuestras interacciones cotidianas sabemos detectar y satisfacer empática y diligentemente las necesidades afectivas básicas – sentirse apreciados, escuchados, comprendidos y apoyados – de nuestros interlocutores; pares, colaboradores, mandos, clientes… – sin olvidar nunca la consecución de los objetivos de rentabilidad, estaremos aportando nuestro granito de arena para humanizar las relaciones profesionales y construir una nueva cultura organizacional que tenga como requisito irrenunciable el bienestar y la calidad de vida de las personas que la dinamizan.
Y si bien es cierto que a las relaciones entre colegas, o de negocio con los clientes, se les ha atribuido tradicionalmente un objetivo prioritario instrumental – como medio para conseguir un fin -, y distinto del marcado propósito afectivo de otro tipo de relaciones (las familiares o de amistad, por ejemplo), también lo es que si las primeras no van acompañadas de un trasfondo de empatía, consideración, amabilidad y calidez, corremos el riesgo real de que degeneren en interacciones tan impersonales, tan frías, tan asépticas, que las personas que aspiren a un trato más personalizado, con un toque más humano, huyan de nuestro lado y migren en busca de territorios más cálidos.
Será entonces – cuando clientes y colaboradores levanten anclas y pongan rumbo a nuevos horizontes más saludables y dignificantes ante nuestra mirada incrédula -, cuando caeremos en la cuenta de que aquello de “no es nada personal, solo son negocios…” era una gran falacia, y que, en realidad, todos los negocios son asuntos de personas. Pero para entonces, quizá ya será demasiado tarde.
Por Ignasi Castells, autor y especialista en Habilidades de Comunicación