Desde las postrimerías del siglo pasado (últimos 25 años), la concepción de los supuestos formativos, aquellos que debieran acompañar en su evolución al ser humano, se ha sustentado siempre en conocimientos de naturaleza intelecto-cognitivos.
El aula, concretada como el templo en donde se oficiaba la gran ceremonia del saber, fue testigo de cómo la figura del maestro, transitando a la del profesor, quedó relegada en beneficio de un tipo de enseñanza que dejó en el olvido aspectos como: la disciplina, el rigor, la educación, el esfuerzo, el saber estar y, los asuntos relacionados con el respeto y la urbanidad (hasta el término se nos presenta como caduco y trasnochado).
La educación, mudó a formación y, con ello, se apartaron los aspectos éticos de la conducta (raro es el centro docente que se emplea en ello con determinación).
La enseñanza, como consecuencia, se fue haciendo cada vez más “estrecha y menguante”, quedando con ello relegada -en el mejor de los casos- a lo puramente intelectual.
Más tarde, y en la evolución cíclica de lo que es la naturaleza humana, se empezaron a adivinar los entresijos emocionales de la conducta (hablamos de la inteligencia emocional). Goleman, como su referente mediático más señalado, dejó evidencia de lo que una gran mayoría sospechaba: el intelecto, siendo importante, no se materializa -ni de lejos- como lo más determinante de nuestra vida en sociedad.
La capacidad de conectar, empatizar, y manejar las relaciones sociales, se manifiestan como un todo mucho más concluyente que el puro intelecto en aras a predecir el éxito (entendido en forma de logro profesional).
Pero, cuando para muchos el círculo virtuoso parecía definitivamente cerrado -intelecto y emoción de la mano-, se nos presentó, colándose por las rendijas del conocimiento, un concepto determinante: el coraje.
Nuevamente, lo ya sabido y por sabido olvidado, se manifiesta en toda su crudeza; sin coraje, el intelecto y la emoción se quedan en agua de borrajas.
Conocer y sentir no son suficientes; se debe elegir (con cordura y sentimiento) para posteriormente entregarse a la acción; acción que, para que pueda escenificarse, se muestra necesitada de arrojo suficiente en la superación de los inconvenientes que nos trae la vida.
Y así, lo que antaño fue voluntad de vencer, en la modernidad, y de la mano de la investigación social, se ha quedado reducido a un concepto de naturaleza fría y distante: las agallas. La otrora voluntad de vencer, más tarde coraje, al fin agallas.
La doctora en psicología y profesora de la Universidad de Stanford, Carol Dweck, nos propone, a la hora de enfrentar el reto, dos tipos de posible mentalidad: la conformista y la de crecimiento.
En la primera (conformista), todo se adivina como estático, quieto e inamovible; tal sería el enfoque con el que habitualmente se acomete un problema de matemáticas o física; su enunciado, permaneciendo inmutable, quedará a la espera de que el retado encuentre la solución adecuada.
El esfuerzo, relegado a la previa valoración de posibilidades; sopesadas como suficientes, se acomete el empeño; en caso contrario, el abandono quedaría justificado por la falta de preparación y cualidades adecuadas (son minoría los alumnos que, aun percibiendo el problema como de difícil solución, perseveran en su esfuerzo).
Por el contrario, el individuo adornado de una mentalidad de crecimiento, modifica, a través de su actitud, el enunciado de un desafío que, como consecuencia, siempre se tornará cambiante. Su voluntad (agallas), incidirá de tal manera que, modificando las circunstancias que rodean al reto, seguirá peleando por encontrar la solución que se adivinó esquiva a los ojos de una mentalidad estática.
Así se materializan los reflejos típicos de las situaciones que nos trae la vida. En ella, y de forma más que habitual, el problema no queda definido de una forma pétrea y constante, sino que, como consecuencia de la relación social, se va modificando y, con ello, adquiriendo nuevos tintes y matices.
Incidiendo en la realidad de lo que son las cosas se acaba modificando el planteamiento inicial de la cuestión. Siendo así, la negociación se mostraría como piedra de toque y referente obligado.
La interacción de los personajes involucrados en la misma redefine de forma constante el planteamiento inicial, tal es así, que rara es la vez que los acuerdos finales se expresan en la forma definida a su inicio.
¿Cuál es la diferencia que, como frontera, separaría a dichas mentalidades? Sin lugar a dudas el coraje (agallas se me antoja como demasiado light) que hace posible que la persona se manifieste en toda su valía; sobreponiéndose, para ello, al esfuerzo, a la opinión contraria del otro que por jefe tiene una condición más poderosa, y a la comodidad de perderse en la masa para no resaltar en un mundo de incomodidades de lo singular y particular de cada cual.
Descubierto el coraje, (menudo descubrimiento) y armonizado con el intelecto y la emoción, solo restaría que la voluntad, expresada en forma de elección y acción posterior, se declarara deudora de la ética como referente.
De un escenario educativo ávido de cuatro dimensiones en su definición, solo se atiende, en el mejor de los casos, a una de ellas. El compromiso así definido se mostraría necesitado de cuatro coordenadas; aquellas que, obligados por nuestras potencialidades, debemos llevar a la máxima cota de desarrollo posible: la del intelecto, la de la emoción, la del coraje y la de la ética.
Entender, sentir, y lidiar con la adversidad a través de una acción que deba rendir vasallaje a la ética, se presenta como un ejercicio de lo más exigente.